¿De qué estamos hechos?

De recuerdos, sin duda, y qué son los recuerdos sino inventos de lo que creemos haber vivido.

Últimamente pienso mucho en lo que es una casa, en cuál es mi casa. La otra noche, con mi semblante siempre triste y melancólico, le pregunté a mi compañero si él prefería que me fuera unos días después de una fuerte discusión; me abrazó y me dijo que no, que ésta era mi casa. No dije nada porque no habría bastado toda la noche para explicárselo todo y mis ojos se cerraron de sueño.

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Mi casa, como ya lo he dicho antes, la traigo cargando conmigo, como un caracol. No importa a donde vaya, mi casa son mis recuerdos y mis lágrimas, y en estos días he anhelado algún día poder ir a la casa que habitaban mis abuelos y que ahora está medio vacía a pesar de todo lo que mi padre hace por evitarlo.

El pueblo pequeñísimo, donde al entrar todos te miran con desconfianza, pero basta que te reconozcan para que te muestren una sonrisa y te pegunten de quién eres, si eres la nieta de Mello o la hija de Lili, y entonces parece que la familia se hace grande.

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La casa de los abuelos olía a leña por las mañanas, incluso antes de que saliera el sol, y sabía a champurrado recién hecho. Cuando me levantaba, una pequeña niña llena de legañas y con una maraña por pelo, recuerdo solo esto: ver al abuelo sentado a la mesa de la cocina, al lado del fogón, con un chaleco para el frío, una camisa a cuadros y una gorra, exprimiendo naranjas con sus manos para hacer jugo de naranja. No sé si esto es verdad, pero yo siempre veía sus ojos cansados, como al final.

También había un cántaro de barro con agua sacada por arte de magia de no sé dónde, limpísima y bien fría, nunca probé otra vez ese sabor incoloro del agua, aunque se diga que no tiene sabor alguno.

Al llegar a esa casa enorme con una puerta principal pequeñísima, veo siempre a la abuela envuelta en su chal, agitando la mano, ella y sus brazos eran también una casa.   

Y esos recuerdos, también son mi casa.